SUSPENSO

Nicolás Melini

Espacios de luz (Óleo sobre lienzo, 2009). Pedro Fausto


Apareció en la curva, como si hubiese salido del mismo barranco (de allí abajo o de allá arriba), entre las piteras, aunque en realidad venía simplemente de su casa. Alcanzó el lugar por donde tomar la cuesta empinada —entre los quitamiedos de cemento y cal, blancos— y empezó a bajar con el freno de los cuádriceps bien tensos y entrenados por la costumbre, echado el cuerpo hacia atrás para contrarrestar el desequilibrio de tremenda pendiente. Nada de aquello le debería de resultar novedoso, salvo que la sensación de que no hubiese novedad en ello desde hacía tanto tiempo había empezado a incomodarlo soterradamente. Haber decidido, no sabía cuándo ni por qué, ocupar aquel lugar en el mundo —el de siempre, el de toda la vida—, que le obligaba a salir a la carretera, aquella curva, y tomar la cuesta y bajar echándose para atrás con el tobillo estirado, el horizonte del mar justo a la altura de los ojos, un mar inmenso omnipresente que podía haberlo llevado a cualquier otro lugar en cualquier momento. Había algo de acomplejado en aquel sentimiento de por las mañanas, mientras veía el puerto (el ferry o algún carguero allí atracado) por encima de los tejados de las casas, entre las antenas parabólicas y los tendederos con pinzas de madera o de colores. Pero pronto había aprendido a convivir con aquel sentimiento, que tal vez no fuese motivo de orgullo pero le proporcionaba alguna certeza acerca de quién era, y, para su propio sosiego, se decía que no todo el mundo podía decir con tanta claridad como él que pertenecía a un lugar, que el sitio en el que había nacido, su barrio incluso, se había convertido en su más valiosa seña, y que aquel tedio matutino al pisar el mismo piche, la misma cuneta, los mismos adoquines de la bajada, no era más que un pequeño precio que pagar por “ser quién era”.

No se detuvo ni una sola vez. Continuó descendiendo. A veces se veía obligado a hacer un pequeño zigzag para detener el ritmo de la marcha, a punto de dolerle los muslos, tirarle el empeine y las ingles, pero no tenía que torcer en ninguna esquina. El camino hasta la calle Real, su destino, era recto y empinado y largo como una meada cuesta abajo. Las casas de teja, con azoteas minúsculas y ventanas inglesas de madera, transcurrían a los lados; la horizontalidad de sus fachadas cruzada en diagonal por la propia calle. A veces la puerta tenía el ángulo inferior derecho o izquierdo de su vano tocando la superficie de la cuesta, y el ángulo contrario en el aire, suspendido lejos del suelo empinado de la calle, un escalón irregular –que pasaba de mostrarse insignificante a piedra negra, volcánica, gruesa— intentando corregir el desnivel; otras veces se había hecho necesaria una pequeña escalera que ascendía justo en dirección contraria a la cuesta hasta salvar la altura del vano de la entrada, la puerta suspendida en medio de la fachada. Él miraba a su paso, como todas las mañanas sin excepción –con el placer que puede entrañar la visión de algo que se siente como propio—, el transcurso de estas líneas pendientes y horizontales, sobre todo las horizontales que a medida que él descendía ascendían y quedaban más bien arriba que atrás. Una sensación que estimaba única, aquella manera de ver transcurrir las líneas horizontales de las fachadas de las casas y ascender y quedar allá arriba cada vez más lejos, si no fuera porque a veces también podía producirle cierto hastío; la idea de que esa sensación no fuese más que la misma una y otra vez día tras día.

Quería llegar al trabajo, como todos los días, a las 8:30. Su jefe y sus compañeros lo esperaban aquella mañana, porque de él dependía entregarles una serie de documentos con la información del atraque y el número de contenedores y la matrícula de los frigoríficos del embarque. No era gran cosa lo que esperaban de él; sólo eso, la información ordenada y que estuviera allí a su hora para entregársela a los demás. Luego podría irse a tomar un café o una copa, ya nadie esperaría nada de él en todo el día. No era gran cosa pero el propio Antonio Cabrera le había recordado el día anterior, como quien no quiere la cosa, “bueno, mañana nos vemos a eso de las 8:30, ¿no?”, lo cual significaba que estaba alerta porque sabía que sin su concurrencia no podrían empezar ni hacer nada.

Normalmente tardaba apenas diez minutos en llegar hasta abajo, “la ciudad”, un recorrido que en dirección contraria, hacia arriba, podía llevarle al menos treinta o cuarenta minutos haciendo eses de un portal al contrario, trazando horizontales de lado a lado para no cansarse demasiado; y que normalmente no hacía a pie porque buscaba quien lo subiera tras unos vinos en algún bar o cogía un taxi que lo llevaba por la carretera general, una vía que hacía un gran rodeo de curvas para salvar la pendiente hasta alcanzar su casa y continuar incluso mucho más arriba.

Pero hoy ya llevaba más de diez minutos descendiendo y no parecía haber avanzado gran cosa. Parecía mentira que no se hubiese detenido en ningún momento, porque, más bien, pareciera que sí; o que se encontrara detenido para siempre. Muchas azoteas habían quedado allá atrás y más arriba (tantas y tantas horizontales, escalones, ventanas, puertas, habían quedado allá atrás y más arriba), pero no parecía haber descendido gran cosa. De pronto lo atrapó una extrañeza incómoda, ¿sería capaz de alcanzar su destino? A veces había sido presa de ese tipo de sueños. Una historia incapacitante que se repetía una y otra vez con todo tipo de variaciones. La primera vez, allá en su infancia, lo recuerda como si fuera hoy: un caracol enorme, gigante, lo perseguía por un camino de tierra, y, aunque él corriera con todas sus fuerzas, velozmente, y el caracol gigante fuera tan lento, jamás consiguió quitárselo de encima. Se trataba de sueños, pesadillas en bucle o espiral o sumidero que terminaban así, frustrados. Y de pronto se le había cruzado un pensamiento (más bien una insinuación): “ser quién era”, aquellos sueños, y su incapacidad para marchar lejos de allí podían estar relacionados de algún modo; y se vio sobrecogido por la idea de que, como sucedía en tantos de sus sueños, no llegaría, jamás llegaría a la oficina a tiempo. Así que para una cosa que se esperaba de él, por muy insignificante que fuera, no lo conseguiría; era un completo fracaso. Tanto su jefe como sus compañeros se sentirían completamente defraudados. Imaginó la histeria de Antonio mientras esperaba, y su posterior desesperación, cuando se diese cuenta de que no había ningún modo de solventar la papeleta.

No podía permitírselo, tenía que llegar, se dijo, y se dejó llevar cuesta abajo, más rápido, con el freno de los cuádriceps bien tenso, echado el cuerpo hacia atrás y solventando la tirantez en los muslos y las inglés con leves saltitos. Entre fachada y fachada podía ver, en algunos casos, el puerto con los barcos atracados allí, pero su lugar de destino, allá abajo, permaneció extrañamente distante; la propia distancia se había convertido en extrañeza, era una distancia enrarecida por la incertidumbre de si realmente estaba consiguiendo descender, aproximándose a su destino, o no. Comprobó cómo transcurrían a su lado las horizontales de las casas (rotas sólo por la transversal de la calle), aquellas líneas apuntando al infinito del horizonte de las ventanas, de las puertas, de los escalones, de la raya de pintura que en casi todos los casos equilibraba su vista al cruzar horizontal toda la fachada, acaso señalizando el suelo interior o demarcando la línea bajo la cual se encontrara un sótano, una lonja como una cueva en la que se entrara por una puerta y que se estrechara cada vez más hasta alcanzar un fondo angosto, el techo fundiéndose con el suelo, como en tantas de aquellas casas que ya conocía. Pero a pesar de sus esfuerzos y de lo cada vez más largos que eran sus pasos (pues saltaba y se suspendía en el aire antes de regresar al suelo, y de ese modo cada paso en la cuesta cundía mucho), el mar, el puerto, la calle Real, seguían igual de distantes. Jamás conseguiría llegar. Era imposible. No avanzaba aunque lo quisiera y sus piernas descendieran incesantes la pendiente. Se sintió fútil, incapaz, un perfecto inútil, un ser decepcionante. Y aun así continuó descendiendo, con pasos que ahora parecían de pértiga. Casi volaba sin conseguir recortar la menor distancia con la calle Real, allá abajo.

2 comentarios:

isatouton dijo...

Habitado por el fantasma de Cortazar !

Anónimo dijo...

es curioso, Isabelle, nunca lo hubiese pensado.
Nicolás