WALTER RALEGH EN EL ORINOCO

José Balza
Universidad Central de Venezuela



…y si Dios no nos hubiera enviado otra ayuda, hubiésemos errado durante un año completo en ese laberinto de ríos, donde no hemos podido hallar ninguna vía, ni de entrada ni de salida, especialmente después que pasamos el reflujo y el flujo, que duró cuatro días.
Porque yo sé que en toda la tierra no se produce parecida confluencia de corrientes y ramales, el uno cruza al otro tantas veces, y además son hermosos y largos, y parecidos uno al otro, que ningún hombre puede decir cual puede elegir: y cuando nos guiábamos por el sol o por el compás, esperando poder ir por una vía o por la otra, sin embargo ésa nos llevaba en círculos entre multitud de islas, y cada isla estaba bordeada de árboles altos, y ningún hombre podía ver más allá de la anchura del río o del largo del rompeolas. (…) Cuatro días más tarde caímos a un hermoso río como yo jamás lo había contemplado, que se llama el gran Amana, el cual corre más recto, sin tantos rodeos o vueltas, como los otros.
Quien esto percibe es Sir Walter Ralegh en 1595 mientras avanza por los caños del Delta hacia el poderoso Manamo (Amana), cuyas aguas ya pertenecen al cuerpo central del Orinoco. Cien años antes, Colón se detuvo en su desembocadura y creyó vislumbrar el Paraíso terrenal.

Walter Ralegh o Rawleyge o Rauley o Rawleigh y Raleighes (en sus poemas) o Gutre Reale, Guatarrala y Guantero Reali —según cronistas y enemigos españoles de su tiempo— nació hacia 1552 y será decapitado en 1618. En las páginas que le dedica el poeta, cineasta, narrador y ensayista Paul Auster se comprende, en Ralegh, “la vida vivida como un pacto suicida con uno mismo”; vida para la cual “el atractivo del nuevo mundo era tan fuerte que simplemente no pudo resistirse”. Porque, para Auster, “en cada lugar habrá el aliciente de otro lugar. América. Y en el límite del pensamiento, donde el nuevo mundo anula al viejo, se inventa un lugar para ocupar el lugar de la muerte. Él ya ha pisado sus costas y su imagen lo obsesionará hasta el fin”. Así vislumbra Auster al poeta en su encierro final de doce años tras el muro de la torre de Londres.

Ralegh había formado parte de la flota de su hermano Humphrey Gilbert que exploró y colonizó las costas de Norte América en 1578. Después ingresa a la Corte y financiará otra expedición hacia lo que llamará Virginia (Carolina del Norte) en homenaje a la Reina Isabel. Logrará que la colonización sea considerada asunto de Estado para Inglaterra, donde la fama lo convertiría en introductor del tabaco y la papa a ese país. Su destino quedará marcado por las vicisitudes de la rivalidad entre España y su patria.

Convertido en favorito de la vieja Reina, una versión cuenta que se casa (1591) en secreto con una de las damas de aquélla, doce años menor que él, con quien será encerrado por primera vez, como castigo, en la Torre de Londres.

Sin embargo, cuatro años más tarde, en febrero, zarpa al mando de una expedición de cinco naves hacia Guayana, dispuesto a derrotar y desplazar a los españoles de sus posesiones.

Creo que nadie ha escrito con tal conocimiento técnico e histórico sobre la vida del pirata y del corsario en nuestro Mar de las Antillas, como Luis Britto García. Armas, naves, diversiones, intrigas, política, rutas, batallas, crímenes, pasos astrológicos, reyes y reinas, ministros, amores, países, cartas íntimas y documentos, confesiones, diarios, poesía: todo ha sido revisado por él con minuciosa y coherente mirada. Su testimonio queda en el libro de 1998 Demonios del Mar, Piratas y corsarios en Venezuela, 1528-1727, donde logra destacar, sobre la corriente de los siglos y del mar, la personalidad desafiante de aquellos hombres.

En el estudio, la pasión de Walter Ralegh parece contaminar al investigador, de tal modo que la imagen del cortesano y pirata es vista desde su propia interioridad de poeta, de aventurero y amante, con singular intensidad. La comprensión y la reconstrucción de ese príncipe de los mares no puede ser imitada, por lo que citaremos a Britto García en extenso para no desaprovechar su prosa ardiente.

Pero antes, escuchemos el eco íntimo y estremecedor de estos versos de Walter Ralegh, en la traducción de Gustavo Pereira:

Dadme la insignia de quietud del peregrino
mi báculo de fe para apoyarme,
mi constancia de júbilo, dieta inmortal,
mi cantimplora de salvación (…)

La sangre habrá de ser bálsamo de mi cuerpo,
ningún otro se dará,
mientras mi alma como blanco peregrino
viaja hacia tierras celestiales
sobre montañas de plata
de donde brotan las fuentes de néctar:
Y allí besaré
el cáliz de la bienaventuranza
y beberé mi eterna satisfacción
sobre cada colina tibia y láctea.
Y los de este madrigal:

¿Qué es nuestra vida? Juego de pasiones,
nuestra dicha música que divide,
el vientre materno la casa de pruebas
donde nos vestimos para esta corta comedia…
“¿Quién es este caballero de frente despejada, ojos claros, flotantes rizos y barba puntiaguda que, luciendo todavía algunas incómodas galas isabelinas, contempla los parajes en los cuales Colón avistó Tierra Firme un siglo antes?” —se pregunta Britto García— “Algo lo fascina en el cercano Delta del Orinoco, en el cual un solo cuerpo fluvial se ramifica en un laberinto de cauces antes de entregarse a la anónima turbulencia del mar. Pues en Walter Ralegh coexisten muchos seres, y no siempre de manera cómoda. Es un hombre universal, de los que produce ese retoño inglés del Renacimiento llamado período isabelino. Como tal, su signo es la versatilidad. (…)”

Ralegh, descuella a los 16 años como estudiante en Oxford; a los 17 pelea en Francia. En 1575 se registra como estudiante de derecho, pero vuelve a las milicias en expedición por los Países Bajos, ya con sensibilidad política y destino de navegante. “En esta fantasmagoría de seres y de talentos”, prosigue Britto García, “el personaje que más reaparece es Ralegh el militar. (…) Por un instante asoma Ralegh el despiadado… Pero ni siquiera el recurrente guerrero puede dominar a Ralegh el ególatra, quien no acepta otra autoridad que la propia y se enreda en indisciplinadas disputas con su general… En ellas lo protege Ralegh el seductor, quien gana el fallo favorable de la célibe y siempre coqueta Reina Virgen”.

Hacia los treinta años está en el esplendor de su vida. Cortesano, rico, escritor, amigo de Ben Jonson, de Shakespeare, John Donne y Philip Sydney, ¿de Anthony Holborne? Quizá haya sido a partir de 1576 cuando escriba versos como estos, según la traducción de Anna María Leoni Tarabusi (Descripción que el Pastor da del Amor):

Mas, ¿qué es amor? Oh buen Pastor mostrad.
Una cosa que repta porque no puede andar,
Un premio que pasa de aquí para allá,
Una cosa para uno, otra para los demás,
Y quien busque así lo encontrará,
Y que esto es amor, Pastor, como yo creerás.
Y en otro poema (Para probar que afición no es amor):

Empero poetas hay que gustosos probarían
Que afición perfecto amor sería,
Y que el Deseo es de esa suerte igualmente,
No una pasión menor de nuestra mente.
Como si bestias fieras y hombres requirieran,
Querer, amar, elegir de igual manera.
Y hacia 1580:

Cuando al fin advertí que ambos mi Ojo y mi Corazón,
Se excusaban como si del mal mío culpa no tuvieran,
Hallé que yo mismo causaba toda mi aflicción,
Y menester era que a mí mismo muerte yo diera:
Mas al ver que mi yo fiel a vos se declaraba,
Amé a mi yo, porque mi yo a vos amaba.
Sutiles tópicos del Amor, que sin embargo no le impiden, con particular humor, titular una de sus despedidas: Un poema deslizado en el bolsillo de mi señora Lady Laiton.

Otra tónica encontramos en el “Epitafio” para un Caballero amigo suyo:

Elogiar tu vida o llorar tu digna muerte
Y tu ingenio, alto, puro, divino añorar
Supera lo que verso mortal puede alcanzar,
Ni nadie que respira es digno de tal suerte.
Después adquiere y conoce importantes documentos relativos a América; se vuelve geógrafo, hispanólogo, coleccionista de códices aztecas, domina el castellano. Sueña con un imperio inglés que avasalle a España en el Nuevo Mundo.

“Y aquí arriba esta cohorte de hombres que son uno solo, balanceándose en los parduzcos torbellinos donde el océano se mezcla con los raudales que arrastran los sedimentos de un mundo. No hay en esta multitud de identidades ni mistificación ni fantasmagoría. Ralegh es siempre plenitud, y sin doblez cada uno de los personajes que se alternan en su facetado yo, en una desesperación de querer agotar las posibilidades de la experiencia en el lapso de una sola vida y acaso de un solo instante. Aventurero, al igual que Julio César, tiembla ante la idea de haber nacido demasiado tarde, en una época en la cual todas las grandes hazañas se están cumplidas”.

Dedica Britto García brillantes párrafos a la fascinación de Ralegh por El Dorado, con su siempre obsesiva proximidad —casi palpable— y su inmediata lejanía, que impone el fracaso del aventurero (y de todos), debido a una nimiedad absurda, casi justo cuando vislumbran el Tesoro. Y en un poderoso contrapunto, que todavía espera por la novela, la ópera o el film que lo recoja, la rivalidad del poeta con Antonio de Berrío, su prisionero ocasional, su enemigo mortal, su otra faz. Nacido en 1527, Berrío, en palabras de Britto García, “contrae nupcias (en Andalucía) con María de Oruña, sobrina del fundador de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada, quien a su muerte en 1580 le lega una encomienda y la hereditaria gobernación de El Dorado, que el Rey le ha concedido por dos vidas”.

“A diferencia de Ralegh, cuya vida se dispersa como el Delta en una miríada de cauces, Berrío –añade Britto García- es como el Orinoco, que concentra todos sus afluentes en un único impulso irresistible”.

En marzo de 1595, otro corsario gentil, Robert Dudley ha atravesado el Delta. “Su único consuelo —concluye Britto García— es el de bautizar con su propio nombre al caño y la isla Tucupita, según lo hace constar en el mapa publicado en 1647”. Al parecer, aunque su expedición posee mayor recorrido y arroja datos geográficos muy valiosos es poco conocida, en comparación con la actividad propagandística de Ralegh. Como ocurrirá varias veces, también quien se vincula con Ralegh (que ha tenido y tendrá secretos y conocidos intentos de suicidio) es conducido a un final trágico. Es el caso de Dudley.

No podemos detenernos aquí en los avatares de este viaje de Ralegh por Trinidad y el Delta. Escribe: “Nunca he visto un país más bello ni un paisaje más hermoso. Las montañas y las colinas se levantaban aquí y allá sobre los valles, el río serpenteaba en numerosos brazos; los llanos adyacentes eran de yerba hermosa y verde sin bosques ni maleza; el suelo de arena dura, fácil para marchar a pie o a caballo, los venados atravesando los senderos a cada paso; los pájaros por la tarde cantando de cada rama con miles de diferentes sonidos y melodías…”. Tendrá hondo contacto con los indígenas; dejará rehenes y se llevará prisioneros; declarará en Londres que ha enseñado a los habitantes locales amor por los ingleses y odio a los españoles. Pero la verdad es que el viaje no arroja grandes hazañas ni logros económicos: asalta a la pobre población de Oruña en Trinidad y se interna por una semana en el Orinoco hasta el Caroní. Es su aguda percepción lo que enriquece la jornada, transfigurada por su imaginación en una prolongada, inconmensurable aventura. “Para facilitar la creencia en minas e imperios fantásticos, Ralegh el poeta las acompaña de la descripción de una antropología igualmente prodigiosa”, resume Britto García. Y concluye: “Sin quererlo y quizá sin saberlo, Ralegh ha cristalizado una vagarosa sucesión de leyendas dispersas en una nueva y esplendorosa mitología, que desde entonces forma parte de la cultura de la Época Moderna”.

Su vida en Inglaterra sigue tramada por el mundo de los amores, las intrigas políticas y cortesanas. Allá, sus ascensos y caídas no tienen como fondo los peligros de las tribus y la naturaleza desconocida, sino la sutileza, la perfidia y el poder de otros hombres como él o de los príncipes —españoles, franceses e ingleses—. Muerta la reina Isabel, desde 1603 el nuevo monarca, Jacobo I determina su destino. Envuelto en mil intrigas, es condenado a muerte, aunque la sentencia se suspende indefinidamente. Un año después está en la Torre de Londres, donde pasará más de una década. Nos dice Anna María Leoni Tarabusi: “A Ralegh lo esperaban doce años de prisión que, sin embargo, no fueron tan penosos como pudiera pensarse. De hecho, Ralegh era tratado con consideración: se le permitió tener tres sirvientes y recibir visitas regulares de un médico y un clérigo; además de esto tanto su esposa como su hijo, lo visitaban a diario y a veces se quedaban con él. En 1605 nació otro hijo, Carew. Entre los múltiples visitantes que Ralegh recibía estaban los indígenas que había traído de la Guiana diez años antes, a quienes enseñaba inglés. Tenía inclusive un pequeño laboratorio en el jardín que utilizaba para experimentos químicos y alquímicos, y en especial para destilar cordiales que se volvieron famosos”.

Allí escribiría su Historia del mundo, cuya primera parte fue publicada en 1614.

Marcas varias de un jefe indio de Virginia, grabado de Theodore De Bry (1590-1607)


En marzo de 1616, ya enfermo, fue puesto en libertad. Sobre él se cierne la compleja amenaza de las relaciones entre los reyes de Inglaterra y España. Sin embargo, realiza su tercer y último viaje a América a fines de 1617. Permanece ante la desembocadura del Orinoco. Delega en su amigo el capitán Lawrence Keymis y en su hijo Walt la búsqueda de las minas. Poco después morirá éste y el Capitán se suicida por su fracaso en la expedición. Ralegh regresa, derrotado, a Londres. Dentro de la sordidez de aquel mundo político, se cumple su destino. Vuelve como prisionero a la torre y será ejecutado en octubre de 1618, para complacer al gobierno español. Es legendaria su irónica y valiente conducta ante el verdugo y el público. Al parecer, poco antes escribió en su Biblia esta especie de Epitafio, que traduzco de manera libre y sin rimas así:

Tal es el Tiempo, al que confiamos
nuestra juventud, nuestras alegrías, cuanto tenemos,
y sólo nos paga con vejez y polvo;
Quien, en la oscura y callada tumba,
cuando hemos recorrido nuestros caminos,
calla la historia de nuestros días;
pero desde esta tierra, esta tumba y este polvo,
el Señor me levantará. Así confío.
En años anteriores también había concebido versos como estos, que ofrezco fragmentariamente:

Canto a mí mismo

Yo era poeta
y no lo sabía;
tampoco mi madre
ni mi hermano ni mi hermana.
Los ricos lo ignoraban,
A los pobres no les importaba.
El reverendo Sr. Dewitt
nunca lo supo.
Los de arriba no lo sospecharon
los de abajo ni lo detectaron.
Mi tía Sue
dijo que obviamente era falso.
El tío Ned
que yo estaba mal de la cabeza.
(Proviniendo de un colonizador
esto fue una buena recomendación)
Pero todos parecían pensar
que el genio debe mucho a la bebida.
Y por eso
No soy poeta ahora.
Y por qué
mi inspiración se ha secado.
No es en absoluto útil
cultivar la Musa
(…)
Sencillamente me disculpo
por la falta de sorpresas
en lo que escribo
esta noche.
Mis intenciones son buenas
pero mil cosas intervienen
entre
lo que quiero decir
y lo que dicen que digo.
Es muy desconcertante.
El tío Ned
dice que los poetas deben ser amordazados.
Quizá
tenga razón.
¡Buenas noches!

El artista

El artista y su esposa infortunada
llevan una hórrida vida de fantasmas,
envueltos en lo que él ha hecho
que no interesa al comercio.
A la vista el mundo es muy justo;
el artista no lo cree:
juguetea con las obras de Dios
y las hace ver raras.
El artista es un hombre terrible,
no hace las cosas que puede
sino las que no puede hacer
y así asistimos a una visión privada.
El arista usa los colores primarios
para presentar las cosas como no son.
Entonces pide dinero por el tiempo
Que llevó cometer el crimen.-

Mi testamento

Cuando yazga sin peligro
Más allá del trabajo y el placer,
protegido por el suelo gentil,
del mundo de la vista y el sonido
uno o dos de quienes abandono
me recordarán, afligidos,
pensando en cómo los alegré
con lo que solía decir;
pero la corona de su angustia
será mi desorden.
Qué fastidio entonces
Serán mis restos!
Estantes de libros que nunca abrí,
pilas de facturas impagadas,
brochas de afeitar, navajas,
(…)
pantalones anchos, abrigos rotos,
montón de anotaciones,
y el espectáculo más fantasmal de todos,
botas y zapatos en feas filas.
Y aunque mis amadas, ya abandonadas,
Con ánimo jocoso
cuando encuentren mi revoltijo
lamentarán que haya muerto.
Ellas se afligirán, pero tú, querida,
que no conoces el miedo,
valiente compañera de mi juventud,
libre como el aire y cierta como la verdad,
no dejes que estas cosas aburridas
te distraigan de tus baratijas.
Quema los papeles, vende los libros;
despeja los rincones atiborrados,
haz una gran pira fúnebre
para el cadáver del viejo deseo
hasta que no quede
nada, sino cenizas en la fosa;
y cuando hayas arrojado
todo lo que es de ayer
si sientes un estremecimiento de pena,
domínalo y empieza de nuevo.
Y ahora, he aquí el responso de Luis Britto García: “Allí donde fracasó el pirata, el escritor logra encender la codicia de toda una nación en torno a la empresa de la conquista en el Nuevo Mundo. Su libro es caballo de batalla de la ‘literatura promocional’ que apoya tales proyectos. E inspirada por ella, Inglaterra multiplica las expediciones a Guayana hasta que, al fin de un largo proceso, termina por fundar una Guayana Británica y por apoderarse de la isla de Trinidad a fines del siglo XVIII. Es la vieja obsesión por dominar las bocas del Orinoco como paso hacia las riquezas de América”.

Para concluir recorramos algunos fragmentos del famoso libro de Walter Ralegh publicado en 1596 Descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de Guayana, con un relato de la poderosa y dorada Ciudad de Manoa (que los españoles llaman El Dorado) y de las provincias de Emereia, Aromaia, Amapaya y otros países y ríos limítrofes.

Muy pronto traducido al latín, lengua que permitía para entonces la inmediata difusión, fue también llevado al francés, al holandés, alemán e italiano. Hasta 1947 no fue vertido al castellano (por Luis Ramón Oramas), luego parcialmente en 1967 y en 1973. Aquí vamos a utilizar la versión de X. T. García Tamayo de 1980.

¿Por qué nos importa Walter Ralegh? Él hubiese querido pasar a “la historia del mundo” como un héroe, un conquistador triunfante que no sólo obtuviera grandes riquezas personales sino también reinos inaccesibles, inmensos territorios, ventajas económicas para los reyes de su patria: la expansión y la consolidación de un imperio como el de los antiguos romanos o —cosa que nunca habría aceptado pensar— como el de España en su tiempo.

Cumplió, sin duda, con la otra exigencia de su carácter: practicar el amor en un sentido de entrega absoluta, desde la pasión a la irracionalidad disoluta; desde la aproximación cautelosa hasta la abstención y la obligada espiritualidad. Su vida bohemia, con amigos artistas, sus años como soldado pueden dar cuenta de una parte de eso; su rendición ante los fríos designios de la Reina, nos indican el polo opuesto. En medio de ambos, la prolongada y de algún modo luminosa relación con su esposa, señala una línea intermedia ante aquellos extremos. Y es su irónica, reflexiva poesía amatoria (aparte de las exigencias tópicas de ésta, para aquellos siglos) la huella persistente de tales deliquios.

Pero hay por lo menos otras dos facetas de su personalidad que nos llevan directamente a la prosa de su Dorada Ciudad de Manoa (llamada El Dorado).

Ralegh pudo haber tenido noticias de Cervantes (1547-1616) como las tuvo Shakespeare (1554-1616). Dice Harold Bloom: “Cervantes nunca oyó hablar de Shakespeare, pero Shakespeare sí tuvo que tener en cuenta a Cervantes en su última fase. Leyó Don Quijote en 1611 cuando la traducción de Shelton se publicó en Inglaterra y fue testigo de la forma como sus amigos Ben Jonson, Beaumont y Fletcher se reconciliaron con Cervantes en sus propias obras. Con Fletcher, Shakespeare escribió una obra, Cardenio, basada en el personaje de Don Quijote, pero la obra continúa perdida”. El pirata, el dramaturgo y el novelista son casi exactos contemporáneos.

Por su parte, Enrique Bernardo Núñez asienta: “Más allá del Caroní está el río Atoica y después el río Caura. Es aquí donde Raleigh sitúa los pueblos o naciones que denomina los Ewaipanoma, con los ojos en los hombros, entre los cuales les nacen largos cabellos y la boca en medio del pecho. (…) Otello, el moro de Venecia, habla de estos hombres cuya cabeza les nace bajo los hombros”. Las frases del Othello en la tercera escena del I Acto son:

Luego hablaba de los caníbales, que se comen los unos a los otros, los antropófagos, y de los hombres que llevan su cabeza debajo del hombro.
Cervantes había vivido la turbulencia política en su juventud y el mar lo condujo al delirio de la aventura y la humillación; en su madurez, una rutinaria vida de funcionario menor lo absorbe. Llega a soñar con el viaje a América e intenta lograrlo. Pero su energía vital es secuestrada por la creación de un personaje mayor, natural y simbólico, modesto y desafiante, inocente, cruel y justo, terreno e idealista: el lector total: don Quijote, para quien la vida está contenida, originada en la letra, desde donde irradia su infinita variedad sobre la mente, hasta modelar o interrumpir lo restante de la realidad.

Ralegh es en esencia cortesano y aventurero; y si bien concibe, como amante, la dualidad de la mujer ideal y de la euforia carnal (su poesía y su conducta así lo muestran) no cumple con el régimen quijotesco. Ama el dinero y el poder, en el fondo se sueña gobernante de un reino único y remoto; tiene el oro como meta primordial. Emprende, realiza difíciles negocios y viajes a través del océano; desafía políticos, piratas, tormentas, tribus, grandes ríos, selvas. Lleva a su hijo a la muerte. Pero todo esto ha partido de rumores, de cartas, documentos y mapas, de lecturas antiguas y contemporáneas, de mitos relatados por europeos o escuchados en bocas de nativos, también de sus propias anotaciones, tanto las que realiza antes de partir por primera vez hacia Guayana como las que fija después de cada viaje. La letra (sobre todo la suya) lo hechiza, lo envuelve, lo impulsa: cambia su libertad por una obsesión: la de ser el hombre que logre —mientras vive travesías, exploraciones, costumbres nuevas, lenguajes y paisajes— captar todo un mundo en su escritura. Así, ésta lo establece, lo inmortaliza (según cree él), lo difunde en el orbe y completa su verdadera realidad personal. Ralegh no sólo es el gran creador de un universo escrito sino también su más fiel lector y creyente. Un doble quijote.

No parece ser su condición de escritor lo que más le importe, sino el triunfo de su proyecto económico. Él es un lector. Y sin embargo, tanto en la poesía de su juventud y de su vejez, tanto en su redacción de la historia del mundo, en sus cartas y, sobre todo, en su famoso libro del Descubrimiento del reino de Guyana, Ralegh sólo es un escritor, de expresión irregular, es cierto, pero con la ambición de narrar a los seres próximos (o a los míticos), de contar el mundo o de fundar el mundo que únicamente él ha descubierto (vislumbrado) y poseído (imaginariamente): Manoa, El Dorado. Un escritor casi siempre extraviado entre la multitud de la Corte o en la soledad de la Torre.

“La Torre es piedra y la soledad de la piedra. Es la calavera de un hombre alrededor del cuerpo de un hombre; y su esencia es el pensamiento” considera Paul Auster y se interroga: “¿por qué cruzar un océano sólo para acudir a una cita con la muerte?”.

Hasta aquí una (¿una?) de las facetas en la psique de Ralegh. Toquemos otra. Puede tener 26 años cuando pisa la tierra de Norte América. 43 cuando navega el Delta del Orinoco por vez primera, casi 65 cuando regresa allí. Será decapitado un año más tarde. Un complejo azar establece el viraje del norte del continente al sur; azar que incluye tanto los factores reales como fantásticos a los cuales hemos aludido. Lo determinante será el contacto con una naturaleza pródiga en vastas aguas dulces, en vegetaciones abruptas y enérgicas, en especies animales desconocidas, en sociedades extrañas y en sus leyendas asombrosas. “Ha pisado sus costas y su imagen lo obsesionará hasta el fin” admite Auster.

En efecto, tras la verdad y la utopía del oro, tras el ejercicio del poder; ante la promesa de una vida exuberante y paradisíaca; ante su voluntad libre de practicar la muerte; conducido por el idioma español (que lo deja fuera del suyo propio) y de las lenguas indígenas, Ralegh comprende, o más que comprender, se rinde emotiva e intelectualmente ante un verdadero Mundo Nuevo –que quizá pase a ser propiedad suya—. Ese mundo orinoquense que casi ha permanecido igual desde entonces, somos nosotros.

La vastedad del océano, vencida por las aguas leonadas que deslumbraron a Colón; la belleza de los indígenas, su pulcritud, el misterioso resonar de un reino en que casi todo es de oro o piedras preciosas se mezclan en su sensibilidad y la letra desciende a él o brota desde él para que escriba uno de nuestros más puros y maravillosos libros: el de la Grande y Dorada ciudad de Manoa (llamada El Dorado).

A diferencia de lo escrito por muchos de los cronistas, sacerdotes, viajeros y militares españoles aquí referidos, el texto de Ralegh da la vuelta al mundo culto de aquellos siglos, en varios idiomas. Dibujantes, dramaturgos, pintores y músicos tratarán de reflejarlo. Si la fuente de sus leyendas fueron rumores, cartas o textos de españoles, así como de confesiones orales escuchadas o traducidas en el campo vital, será su idioma el que se convierta en clarín universal de estas novedades. Por paradoja, únicamente 350 años después de publicado será conocido en español, como también ha ocurrido con los apuntes del florentino Galeoto Cei, su contemporáneo.

¿Qué hace Walter Ralegh en estas páginas sobre literatura venezolana? Devolvernos el espejo o el objeto reflejado que surge de las suyas. Aparte de las inexactitudes geográficas, históricas, lingüísticas que podamos establecer hoy sobre sus textos, creo que el contacto de su mundo imaginario con el nuestro o con nuestra realidad, de entonces y de hoy, arroja resultados muy próximos. Y no sólo en lo que respecta a elementos míticos y de carácter general, como acabamos de decir, sino también porque desde sus percepciones poéticas parece adelantar emociones, sentimientos y expresiones que nuestros autores tocarían también en el futuro. (Fenómeno cuya explicación exigiría hundirnos en complejos análisis verbales, culturales y sobre todo psicológicos y que pueden resumirse en una frase pueril: el imaginario de Ralegh combinó su amplia y clásica cultura con el mundo nuestro, en el que otra cultura, otra geografía, etc. encontraría eco, para que ésta hallase eco en aquélla. Y ambos ecos son nuestro presente).

Ralegh no es Cervantes ni Shakespeare, desde luego; se sabe, en acción y escritura, más cerca de la política que del arte. En su Dedicatoria expresa: “…estoy seguro de que cualquier cosa escrita o hecha por mí, necesita doble protección y defensa”. Mientras se siente capaz de mantener por un año “mi alma entre mis dientes”, para completar esa gesta, pide que “Su Señoría me excuse los errores que sin la defensa del arte, arruinan en todas partes la narración en la cual no estudié ni frase, ni formas, ni maneras en su composición”. Y tiene razón.

En el litoral, cosa que ya hemos leído en otros cronistas, observa Ralegh acerca del petróleo: “En este punto llamado Tierra de Brea o Piche hay tal abundancia de piedra de brea, que todas las naves del mundo podrían allí ser cargadas de ella; nosotros hicimos una prueba con ella y calafateamos nuestra nave y la hallamos excelente y buena, y no se derrite con el sol, como la brea de Noruega, y por consiguiente es muy lucrativa para las naves que comercian en las partes del sur”.

Sobre el milenario mito de las Amazonas, realiza esta actualización: “Yo hice averiguaciones entre los más viejos y los que más han viajado de los Orinocopones, y he sabido de todos los ríos entre el Orinoco y el Amazonas, y estaba muy deseoso de comprender la verdad sobre las mujeres guerreras, porque algunos lo creen y otros no.

“A pesar de que hago una disgreción en mi propósito, sin embargo, narraré lo que se me ha dicho de verdad sobre estas mujeres; yo hablé a un cacique señor de pueblos, que me contó que había estado en el río, y más allá también.

“La nación de estas mujeres está al lado sur del río, en la provincia de Topago, y su principal reducto y retiro está en una isla situada al lado sur de la entrada (…) Las que viven no lejos de Guayana se hacen acompañar por hombres solamente una vez por año, y por el tiempo de un mes, que yo infiero por la relación que es el mes de abril. En esa época todos los reyes de la ribera se reúnen en asamblea con las reinas del Amazonas; después que las reinas han escogido, el resto echa suertes por sus novios. Durante ese mes festejan, bailan y beben de sus vinos en abundancia; al bajar la luna, regresan a sus propias provincias.

“Si conciben y el fruto es un hijo, lo regresan a su padre; si es una hija, la crían y la retienen; todas las que tienen hijas envían a sus progenitores un presente, y todas desean aumentar su propio sexo y clase; sobre si se cortan el pecho derecho, no lo hallé que era verdadero”.

En otro lugar hemos atendido a los párrafos de Colón, de Vespucci, de Cei, etc. acerca de la belleza de nuestras mujeres. Escuchemos a Ralegh: “El maestre de mi barco, John Douglas, apresó una de las canoas que venía cargada de allá con gente para ser vendida, y la mayor parte escapó, sin embargo, de las que trajo había una muy bien favorecida, y de buena complexión, como nunca vi ninguna en Inglaterra; más tarde vi muchas de ellas, las cuales si no fuera por el color moreno podrían ser comparadas con cualquiera de Europa”.

La tribu de los Tivitivas, que viven en palafitos (tal vez en la ruta de Capure, hacia el Amacuro) son vistos así: “Estos Tivitivas son gentes muy buenas y muy valientes, y tienen un lenguaje masculino, y el más viril que jamás haya oído en ninguna otra nación. En verano ellos tienen sus casas en tierra como en otros lugares; en invierno habitan en los árboles, donde construyen ciudades y villas muy artificiales…”. Y este flash, que no ha perdido actualidad: “De esta gente, los que viven en los ramales del Orinoco llamados Capuri y Macureo, son en su totalidad carpinteros de canoas, porque ellos hacen las mejores y más bellas y las cambian en Guayana por oro y en Trinidad por tabaco, en el excesivo hablar ellos exceden a todas las naciones (…) Nunca comen nada que haya sido sembrado o cultivado; pues no usan en sus hogares ninguna clase de plantación ni cultivo, así es que cuando salen fuera, ellos rehúsan alimentarse de otra cosa sino de lo que la naturaleza sin trabajo nos ofrece. Usan la parte superior de los palmitos como pan y matan ciervos, peces, puercos para el resto de su subsistencia…” .

Sobre las flechas envenenadas: “No existía otra cosa sobre la cual yo estuviera más curioso que averiguar los verdaderos remedios para estas flechas envenenadas; porque la herida mortal hace que el lugar traspasado soporte el más insufrible tormento del mundo y aguarde la más fea y lamentable muerte; algunas veces mueren rematadamente locos, otras los intestinos se salen del vientre, y presentan una coloración negra como brea, y tan hediondo que ningún hombre puede soportar curarlos o atenderlos; lo más extraño es saber que en todo este tiempo no hubo ningún español que por dádiva o por tormento pudiera obtener el verdadero conocimiento de la cura, a pesar de que han martirizado y torturado a no sé qué cantidad de ellos. Pero ninguno de estos indios lo sabe, ni uno entre mil, pero sus adivinos y sacerdotes lo ocultan, y sólo se enseña de padres a hijos”.

Esta es su descripción de los Ewaipanomas que enriquecerá la mitología universal: “Hay también otro hermoso río más allá del Caroní, que se llama Arvi, que corre por el lago Cassipa y desemboca en el Orinoco más al oeste, y convierte al territorio entre el Caroní y el Arvi en una isla, que es verdaderamente el país más bello. En la rama llamada Caora habita una nación de gente cuyas cabezas no llegan más arriba de los hombros; los cuales, a pesar de que se piense que es mera fábula, sin embargo de mi propia parte estoy convencido que es verdad, porque todos los niños de las provincias de Aromaia y Canuri afirman lo mismo.

“Son llamados Ewaipanomas; se informa que tienen ojos en los hombros, y la boca en la mitad del pecho, y que una gran cola de pelo les crece hacia atrás entre los hombros.

“El hijo de Topiawari, que yo traje conmigo a Inglaterra, me dijo que eran los hombres más poderosos de todo el país, y que usaban arcos, flechas y mazas tres veces más grandes que ninguno de Guayana”.

Este, “el país más saludable”, Guayana, “es un país que tiene todavía su doncellez, nunca saqueada, revuelta ni quebrada; la capa de la tierra no ha sido roturada, ni la virtud y los minerales de la tierra gastados por cultivos; las tumbas no han sido abiertas en busca de oro, las minas no han sido rotas con rastras ni las imágenes desmontadas de los templos. Nunca ha sido invadida por ejércitos de fuerza ni nunca conquistada por ningún príncipe cristiano”.

Y, como salido de unos de los poemas que escribiría en la Torre de Londres; o que concebiría Ramos Sucre siglos después en su Torre, este fragmento: “Al acercarse la puesta del sol, entramos a un ramal de un río que cae al Orinoco, llamado Winicapora, donde se me informó de la montaña de cristal; a la cual verdaderamente, por lo largo del camino y la mala estación del año, no estaba en capacidad de marchar, ni permanecer por más tiempo en el viaje. La vimos desde lejos y parecía como la blanca torre de un iglesia de excesiva altura. Allá le cae un poderoso río, que no toca ninguna parte de dicha montaña, sino que se arroja sobre la cumbre de ella y cae al suelo con un terrible ruido y clamor, como si mil grandes campanas fueran sonadas una contra otra. Yo creo que no hay en el mundo tan extraña catarata ni otra tan hermosa de contemplar”.



Referencias:
Paul Auster: Pista de despegue. Anagrama, Barcelona, 1998.
Luis Britto García: Demonios del Mar, Piratas y corsarios en Venezuela, 1528-1727. Fundación Banco Mercantil, Caracas, 1998
Ana María Leoni Tarabusi: Ascuas que del fuego han quedado. Los poemas de Sir Walter Ralegh. Ensayo y traducción de A. M. Leoni Tarabusi. (Inédito)
Gustavo Pereira : Historias del Paraíso, Fondo Editorial del Estado Nueva Esparta. Alcaldía de Caracas, 1997.
Walter Ralegh: Las doradas colinas de Manoa. Traducción de Xuan Tomás García Tamayo. Ediciones Centauro, Venezuela, 1980.
The poems of Sir Walter Ralegh. A historical Edition, Arozona Center for Medieval and Renaissance Studies, Tempe, Arizona, 1999.
Sir Walter Raleigh Poems. PoemHunter.Com-The World’s Poetry Archive. (Classsic Poetry Series, 2004).
Shakespeare, W: Obras completas. Traducción de Luis Astrana Marín. Aguilar, Madrid, 1961.

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