LOS PELIGROS DE LA NOVELA DECIMONÓNICA

Juan Carlos Méndez Guédez



La narración (sea novela, sea cuento) sólo es posible desde el momento en que logramos sintonizar, ser una voz.
La voz: el determinado sonido de una frase, sus ritmos, sus respiraciones, sus pausas, su léxico particular.
La voz: lo que nunca debe buscarse porque sólo existe como fortuito encuentro.

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El relato es ese mundo que unas palabras, sólo unas determinadas palabras, hacen posible.
El mundo cobra forma por una voz que luego debe hacerse tan natural, tan sutil, que no debe interrumpir el mundo que ella hace posible.
La voz crea un mundo y luego debe fingir que desaparece para que ese mundo sea.


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En sus memorias Steiner habla de ese descubrimiento aterrador de la infancia: la singularidad de cada presencia, de cada objeto o persona. La imposibilidad de que el mundo se repita, con lo que el ojo se enfrenta a un universo enloquecido que se disgrega en su infinita, sutil, invisible, multiplicación.
En alguna parte de sus palabras menciona el ejemplo de las hojas de un árbol que en su apartente uniformidad guardan mínimas, pequeñísimas diferencias. Quizás la escritura intenta detenerse precisamente en esa singularidad. Lo que interesa es ese mínimo crecimiento de una hoja que la torna diferente al resto.
El escritor convierte el terror de la diversidad en su alivio, en su plenitud.
Nada se repite, por lo que todo es efímero, así que el escritor canta y retiene durante unos pocos segundos más lo que está destinado a ingresar en la opacidad, en el olvido
(o al menos eso quisiera pensar y por si las dudas…escribe).

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He quedado con PZ para beber unas cervezas en el Bar Galdós. Llevo dos horas esperándolo y acaba de llamarme indignado porque yo no he llegado a la Fontana de Oro. “Tenemos que leer menos novela decimonónica”, le advierto.

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No hace mucho llevé una conferencia a una universidad fuera de España, pero al bajarme del tren incendié una papelera porque el cigarrillo quedó encendido. Intenté apagarlo con la conferencia que llevaba en la mano y no fue posible; apareció un señor con un extintor; aparecieron los organizadores; me escondí para que no supiesen que había sido yo; intenté llegar por mi cuenta a la universidad; me perdí; al final tropecé con un venezolano que me llevó a ese lugar con la promesa de que no le pidiese quedarse en la conferencia; aparecí justo a tiempo pero no pude leer mis notas porque se habían quemado. Conté lo que acababa de ocurrir. La gente pensó que se trataba de una novela en marcha. Aplaudieron, se marcharon, y al final los organizadores nunca me pagaron por la charla.
Espero que hayan repuesto la papelera.

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Si pienso, no escribo.
Al escribir pienso. Sin pensar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

es así, exactamente así, como en esas dos últimas frases.
Barrilosh