EL CAMALEÓN Y EL REY

Eduardo Jordá



Se está poniendo el sol. Esta noche no podré dormir. Vendrán mañana, al amanecer. Estoy seguro. Llegarán puntuales, y será la primera vez en su vida que hagan algo con puntualidad. Quizá también sea la última. Pero mañana serán puntuales. Cuando salga el sol tras las colinas, estarán aquí. Lo he podido ver en sus ojos antes de que se fueran esta tarde.

—Vendremos mañana, padre blanco –han dicho.

Y sé que vendrán. Por una vez, sé que cumplirán su palabra.

Estoy en mi dormitorio, mirando por la ventana de la misión. Todos los caminos están desiertos. Sólo se ve el incendio en el cafetal del señor Akimana. Todo está en silencio. Después del estrépito de estos tres días, es difícil acostumbrarse a este silencio.

El camaleón Balduino –que fue un regalo de Pascal, mi catequista— ha entrado en mi dormitorio. Aparte de mí, ahora es el único habitante de la misión. No sé si Pascal se habrá despedido de él antes de irse. No lo creo. Da igual. Balduino me ha hecho compañía durante todos los años que he vivido aquí, en medio de ninguna parte, en un sitio que no figura en ningún mapa. Quizá se ha dado cuenta de lo que pasa, porque hace mucho tiempo que el camaleón no entraba en mi dormitorio. A esta hora prefiere quedarse en el terrario que le preparó Pascal, en la sala, con una abertura en la rejilla para que salga cuando quiera. Es el momento en que suele estar al acecho de los insectos que serán su cena. Pero a lo mejor Balduino se ha dado cuenta de que yo tenía frío y ha querido venir hasta aquí. Quién sabe. Pascal decía que era un animal muy inteligente, y que por eso le había resultado muy fácil amaestrarlo antes de regalármelo. Sí, quién sabe.

He cogido a Balduino y le he acariciado el lomo. Se ha dejado tocar. Después de todo, puede que fuera cierto lo que decía Pascal. Balduino respiraba muy despacio, confiado, en calma, tal vez agradecido por lo que yo le estaba haciendo.

En ese momento, mientras lo estaba acariciando, me he dado cuenta de que no podía dejarlo en la misión. No quiero que mañana lo encuentren aquí. Balduino no se merece que un guerrillero borracho lo mate a machetazos.

He cogido con cuidado a Balduino. Ha parecido alegrarse de que lo cogiera. Luego lo he llevado al patio trasero y he bajado por el barranco. Todo estaba en silencio, ese silencio al que tanto me cuesta acostumbrarme. Nadie que haya vivido en África puede acostumbrarse a esto. Ni siquiera durante una hambruna se produce este silencio. Ni durante una epidemia. Nunca.

He caminado unos cien metros hacia el arroyo donde las mujeres lavan la ropa. No se ve a nadie por ninguna parte. Balduino, en mi mano, movía sus ojos en todas direcciones. Como si se preguntara qué estaba pasando. Como si adivinara que era muy raro que no hubiera mujeres en el arroyo. Su piel ha ido cambiando del marrón al naranja, un naranja intenso, casi rojo. El sol se estaba poniendo tras las colinas del oeste. Parecía un gran animal que salía de caza y se sorprendía al no encontrarse nada más que silencio por todas partes. Silencio y oscuridad. Oscuridad y silencio.

He dejado a Balduino en la copa de un pequeño papayo, no muy lejos del arroyo. Junto a las hojas, su piel ha ido cambiando del naranja al verde pálido. Durante un segundo me ha mirado de un modo que tal vez quisiera expresar extrañeza, o reproche, o quién sabe si dolor por mi abandono (estoy convencido de que Balduino también conoce el dolor). N´akagaruka, adiós, le he susurrado.

Antes de irme, he mirado las colinas del norte, las de enfrente de la misión, donde está la gente de Que Tengas Suerte. He buscado algún destello que delatara su posición. No he visto nada, aunque estoy seguro de que alguien estaba siguiendo mis pasos con unos prismáticos. Me ha vuelto a asaltar el impulso de cruzar el arroyo y perderme en el bosquecillo de bananeros que hay al oeste de la misión. Pero he mirado un segundo a Balduino, que había intentado esconderse tras las grandes hojas del papayo, y he sabido que si él se quedaba allí, a merced de los hombres que incendian los bosques y los cafetales, yo también debía quedarme en mi sitio.

Sin volver la vista atrás, he vuelto a caminar hacia la misión. Mientras me alejaba de Balduino, se me ha ocurrido que la madre de Moisés debió de sentir lo mismo que yo cuando abandonó en el Nilo a su hijo recién nacido.

A unos pocos pasos de allí, he oído un ruido de hojas a mis espaldas. Me he sobresaltado. Creía que uno de los hombres de Que Tengas Suerte acababa de salir del bosquecillo de bananeros. Pero en seguida ha sonado un ruido estridente de hojalata, como el que hacían los coches de los recién casados de mi pueblo cuando ataban una sarta de latas viejas al guardabarros trasero, para imitar lo que veían en las películas americanas.

—¡Atención, súbditos! ¡Que suene el tambor real! ¡Ha llegado el rey Mwambutsa!

Ha sonado un golpe seco, dos golpes, un torpe intento de redoble con una sola mano.

No he podido dejar de sonreír. A veces ocurren cosas así. Mientras la gente normal se vuelve loca de remate, mientras arden los cafetales y todos los caminos se quedan vacíos y nadie se atreve a salir de sus chozas, un pobre loco consigue hacernos creer que el mundo ha recuperado la razón. Y hoy, justamente hoy, el rey Mwambutsa ha querido hacerme una visita. Sólo él podría haber caminado por estas colinas sin que nadie le impidiera el paso.

Me he dado la vuelta y he visto salir al rey del bosquecillo de bananeros. Cuando ha cruzado el arroyo, Balduino lo miraba desde la rama de su árbol. El rey Mwambutsa llevaba una vieja caña de pescar en la mano izquierda y en la otra un trozo de un palo de golf, con el que golpeaba un tambor de detergente que llevaba colgado al cuello.

—¡Regocijaos, nobles gentes! ¡Acercaos a vuestro rey!

El rey Mwambtusa es un vagabundo que se cree el rey de Burundi. Desde hace treinta años ya no hay reyes en Burundi, pero a la gente le hace gracia ver a ese loco que va medio desnudo, con un collar de latas de conserva en lugar del collar de conchas marinas que llevaban los antiguos reyes. Según la costumbre de los reyes, el rey Mwambutsa habla de sí mismo en tercera persona, como si fuera el tambor real que anuncia la llegada del rey. Sólo que Mwambutsa ha sustituido la lanza y el tambor real por la caña de pescar y el bote vacío de detergente. Me gustaría saber dónde los ha encontrado.

Al verme, el rey me ha sonreído con afecto, aunque el rey sonríe a todo el mundo con afecto. Está convencido de que todos sus súbditos lo aman porque él se preocupa en persona del bienestar de cada uno.

Muy despacio, con solemnidad, se ha acercado a mí y ha clavado la caña de pescar en el suelo, como hacían con su lanza los antiguos reyes de Burundi cada vez que iban a hacer una declaración importante.

—Los tambores han anunciado mi llegada a las colinas. Póstrate ante mí, padre blanco. Somos amigos desde hace mucho tiempo.

He hecho una pequeña reverencia ante el rey Mwambutsa.

—A vuestras órdenes, majestad.

No entiendo cómo he sido capaz de improvisar esa pantomima. Lo he hecho, y ya está. Las cosas ocurren así. En el momento menos pensado, cuando uno hace lo imposible por no temblar como una hoja, de pronto se encuentra haciendo una reverencia ante un loco. Es algo inexplicable, y sin embargo sucede, y no le damos ninguna importancia porque hemos sido nosotros los que hemos hecho posible que eso sucediera. Y yo lo he hecho. Y acaso el hombre que ahora se cree el rey Mwambutsa tampoco imaginó nunca que un día acabaría haciendo lo que hace.

Gracias a Dios, el rey tenía razón cuando ha dicho que éramos amigos. Nos conocemos desde hace tiempo. A veces, al levantarme por la mañana, me he encontrado al rey Mwambutsa durmiendo en el patio de la misión, y luego Pascal lo ha lavado y le ha dado de comer y ha alabado su prudencia y su sabiduría y sus grandes dotes de gobernante. Otras veces me he cruzado con él por los caminos de las colinas. Detrás de él iba un grupo de niños que reía y daba saltos. La gente deja en paz al rey. Y eso que es la única persona de Burundi que se atreve a llamar hutus a los tutsis y tutsis a los hutus. El rey Mwambutsa lo hace siempre así. Si ve a un grupo de soldados tutsis, se ríe y los llama “campesinos hutus”. Si se cruza con los campesinos que regresan de trabajar en los huertos con el machete al hombro, los llama “señores tutsis”. Y si no le ha pasado nunca nada, es porque la gente cree que hay que estar incurablemente loco para hacer esto.

—El tambor de Mwambutsa ha viajado lejos, muy lejos, padre blanco. Ha cruzado el río y las montañas y la ribera de los hipopótamos.

He hecho otra reverencia ante el rey, convencido de que yo estaba tan loco como él. Pero yo también sabía que aquella reverencia absurda era una de las pocas cosas sensatas que se podían hacer en aquel momento.

—Me alegro por los pueblos que han contado con la bendición de la sabiduría de Su Majestad.

El rey Mwambutsa ha sonreído con orgullo y ha levantado su lanza.

—El tambor de Mwambutsa también se alegra por ellos. Y ahora puedes levantarte, padre blanco.

He obedecido. El rey se ha acercado a mí, feliz de tener unos súbditos tan felices como yo. Es un hombre muy bajo y delgado, de unos cincuenta años. Lleva unas grandes gafas de montura metálica a las que les falta un cristal. Cuando sonríe, los pelos enmarañados de su barba teñida de polvo rojo se le meten en la boca. Antes de ser rey, debía de llamarse Spiridion o Nephtali, uno de esos nombres sacados del santoral con los que el padre Vogels bautizaba a la gente. Si nacías un veinte de abril, te tocaba llamarte Sulpice. Si nacías un quince de diciembre, Valérien.

Nadie sabe quién es este hombre. Un buen día empezó a vagar por las colinas diciendo que era el viejo rey Mwambutsa. Cualquiera sabe por qué lo hizo.

El caso es que hoy, justamente hoy, el rey Mwambutsa ha venido de nuevo a mi misión en Bwacu.

El rey me ha cogido la mano y me la ha apretado con fuerza. He estado a punto de arrodillarme de nuevo, de pura gratitud, pero él me ha sujetado con los dos brazos. No quería que me moviera. Tiene fuerza, el condenado. Y de repente, el rey Mwambutsa se ha echado atrás, como si hubiera visto algo que le diera miedo, y las latas de su collar han hecho un ruido muy parecido al que se oye en la serrería de la misión. No quiero ni imaginarme el daño que le hacen los cortes de las latas que lleva colgadas del cuello. A veces, en la misión, he visto que Pascal le ayuda a lavarse en el grifo del patio y después le cura los cortes del pecho.

—Padre blanco, el tambor de Mwambutsa ha visto cosas que ningún hombre debería ver –ha exclamado el rey.

Durante mucho tiempo he pensado que el rey Mwambutsa era la persona más feliz de Burundi. Pero está claro que ni siquiera su locura ha podido protegerlo de lo que está pasando.

El rey Mwambutsa ha bajado la voz y se ha acercado con cuidado a mi oído.

—Escucha bien, padre blanco. A un día de camino de aquí, el tambor de Mwambutsa se ha cruzado con un perro negro. Parecía un perro rabioso, un perro que ataca por la espalda. Ten cuidado, padre blanco, si te cruzas con un perro negro.

Perro Negro. Cada vez que oigo ese nombre, un estremecimiento me recorre el cuerpo desde los pies a la cabeza. Pero esta vez, ese estremecimiento ha venido acompañado por una alegría inexplicable, como la que sentía en la misión cada vez que abría la puerta de mi dormitorio y me encontraba al rey Mwambutsa dormido en el patio.

No sé cómo he encontrado las palabras adecuadas para responder al rey.

—Os agradezco el consejo, majestad.

—Y ahora el tambor de Mwambutsa debe partir. ¡Entristeceos, nobles gentes! ¡Llorad mi marcha, tambores de las colinas!

Con el estrépito de siempre, un golpe, dos golpes, un torpe amago de redoble con una sola mano, el rey Mwambutsa ha dado la vuelta y se ha dirigido hacia el bosquecillo de bananeros. Me he quedado mirándolo. Balduino, desde su papayo, seguía interesado en aquel hombre que se movía entre un estruendo de latas y redobles.

El rey Mwambutsa estaba a unos diez metros del bosque cuando ha sonado una ráfaga de disparos. Las balas se han estrellado contra las copas de los bananos más altos. Una bandada de ibis ha salido en estampida y el aire se ha llenado de graznidos feroces.
Los disparos venían de las colinas del norte. Estaba claro que los hombres de Que Tengas Suerte han querido disparar, tal vez para distraerse del aburrimiento, o para burlarse del pobre rey, o tan sólo para recordarme que siguen aquí y que vendrán sin falta mañana al amanecer.

El rey Mwambutsa, lejos de asustarse, se ha puesto a dar gritos de alegría.

—¡Jiiiuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! ¡Jiiiiiuuuuuuuuuuuu!

Y en seguida ha empezado a bailar y a dar saltos. Saltaba muy alto, con su caña y su tambor de detergente y su collar de latas de conserva, como hacen los bailarines de Burundi que danzan al son de los tambores.

Ha sonado otra ráfaga, de nuevo dirigida contra las hojas de los bananos.

—¡Jiiiuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! ¡Jiiiiiuuuuuuuuuuuu!

Esta vez el rey ha bailado todavía más alto. En uno de sus saltos ha llegado a superar la altura de uno de los bananeros.

Cuando todo ha vuelto a estar en calma, el rey Mwambutsa me ha mirado desde el borde del bosquecillo. Las gafas le colgaban de una oreja. Tenía un ibis muerto en la mano. Yo nunca había visto ibis por aquí. Supongo que han volado sin rumbo, de un lado a otro, huyendo de los incendios y de los disparos.

El rey ha arrojado el ibis muerto entre los bananos y me ha vuelto a sonreír con su sonrisa afectuosa de siempre. Para él, los disparos eran gritos de júbilo, tambores de fiesta, súbditos felices que bailaban celebrando una boda.

—¡Padre blanco –ha gritado—, el tambor de Mwambutsa saluda a tu amigo Pascal!

Otro estremecimiento me ha recorrido el cuerpo. Pascal. Mi catequista se ha ido esta tarde. Ya no creo que vuelva a verlo.

El rey se ha internado con solemnidad en el bosquecillo, como si estuviera pasando revista a sus cortesanos antes de internarse en sus aposentos privados. Lo he perdido de vista. El día estaba a punto de terminar.

N´akagaruka, he susurrado de nuevo. N´akagaruka. Adiós, rey Mwambutsa.

Pero entonces he reparado en el papayo. Balduino ya no estaba en su rama.

Le había alcanzado un disparo. Lo he cogido con mucho cuidado del suelo. Su piel se había vuelto gris. Tenía la cola extendida y los ojos hundidos. Uno miraba hacia el bosquecillo de bananos, el otro ojo me miraba a mí. No tenía manchas de sangre, aunque la bala era casi tan grande como su cuerpo.

Un alarido helado ha atravesado mi cuerpo.

—¡Jiiiuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! ¡Jiiiiiuuuuuuuuuuuu!

No era de alegría, no era de júbilo. Nadie bailaba. Nadie se casaba. Nadie celebraba la cosecha de maíz.

He mirado las colinas, deseando que volvieran a disparar, pero esta vez apuntándome a mí. El sol ya se había puesto.

Me he llevado a Balduino a la misión. Su ojo derecho seguía mirándome. Mientras subía por el barranco, casi a tientas, he recordado la leyenda africana que me había contado el padre Vogels en los primeros días que pasé en esta misión. Al padre Vogels le gustaba mucho. El dios supremo, que había nacido en un cañaveral, le encargó al camaleón que convocara a los seres humanos para anunciarles que nunca iban a morir. Pero como el camaleón era perezoso y lento, tardó mucho tiempo en llegar hasta donde estaban los hombres. El dios supremo se impacientó y mandó en su lugar al lagarto, pero esta vez para anunciarles a los hombres que todos tendrían que morir.

He ido a buscar una linterna y he enterrado a Balduino muy cerca del cementerio, donde están las tumbas de los dos sacerdotes que me han precedido en esta misión. Lo he dejado en el lado donde está la tumba del padre Vogels. N´akagaruka, escribí yo mismo sobre su lápida. Al otro lado del pequeño cementerio está la tumba del padre De Boeck. Sin cruz, como él quiso.

He apagado la linterna. He caminado unos minutos en la oscuridad. Luego he regresado a mi dormitorio.


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