EL LADO SOMBRA DE LA ESCRITURA

El poder en la sombra
Robert Harris
|336 p.|19,90 euros|ISBN:9788425342387|
Mondadori, 2008
Traducción de Fernando Garí Puig

Ando a la caza de bestséleres (superventas es el término recomendado por el DPD, pero a mí no me gusta) entretenidos y bien escritos, que es como decir que me fui al vertedero de Madrid buscando una manzana que no estuviera podrida. Sin embargo, el que busca de esta manera lo hace con la fe que da la ingenuidad, con la esperanza del desahuciado, con la tenacidad del que ya ha perdido toda esperanza, con el hartazgo del que no quiere más gatos disfrazados de liebres. Prefiero esta tarea ingrata a seguir engañando mi intelecto con las sandeces de eso que los remilgos llaman la verdadera cultura literaria, o sea, una montaña de escritores mediocres que no saben cómo entretener a un lector no profesional ni saben cuáles son los caminos de su corazón. Hace tiempo que mi cabeza de lector se ha cansado de la vacuidad de las grandes propuestas, de los innovadores, de los que desprecian la literatura de género pero la devoran soñando en escribir algo de ese mismo género tarde o temprano —y, desde luego, revolucionar a un tiempo lenguaje y tendencias: el sueño de todo escritor: ser James Joyce y Raymond Chandler, Marcel Proust y Dashiell Hammett al mismo tiempo, y no se dan cuenta, qué imbéciles, de que la clave está en lo que ya Borges supo desde niño: la literatura es una enorme jodedera y gracias a got su seriedad radica en la mamadera de gallo bien administrada.

Tantos años, pues, frente a los videojuegos tenían que dar sus frutos: ni apocalíptico ni integrado: enchufado al orgasmatrón que es la sociedad de consumo, y tan contento. Porque, si a ver vamos, entre ir a las fuentes —oscuros macedonios, severo Benito de Nursia, eutrapelia feroz de Aristófanes—, jugar Empire Earth o dormirse ante las páginas de uno de esos mutantes entre Chandler y Joyce, es preferible varias horas de edificantes bytes lúdicos, y que Huizinga los refrende generoso.

Así que, dejándome hace tiempo de extenuantes bolañerías, regresando a la alegría de leer por el placer de que me cuenten una historia entretenida, como quien escucha a los bufones de Jacob van Eyck dar sus piruetas o como quien salta de nivel en nivel salvando los obstáculos junto a Mario, el bro, he estado hurgando en los estantes de las librerías, buscando el best seller que sustituya lo insustituible: una frase perfecta de Fante, un comentario desternillante de Firmin. He pasado por verdaderos desperdicios de papel, como la re-editada ¿novela? de Javier Sierra, La dama azul, una engañifa mal escrita como pocas, el chasco de Zafón, ese escritor juvenil que se declara un perseguido literario sólo porque vende y reclama ser reconocido como gran creador, una novela detestable de un tal Lovenbruck o Loenbruk o algo así y me da pereza verificar este dato (¿para qué?), y una novela pseudo policial redundante y sorprendentemente opusdeísta de Reyes Calderón (catedrática, madre de diez hijos y prolífica novelista: ¿de dónde saca tanto tiempo?), donde las mismas escenas se cuentan una y otra vez sin piedad hacia el lector sólo con la finalidad —colijo yo— de que el ejemplar en cuestión sea gordo y apetitoso de leer, aunque esto último se quede en el camino en las primeras diez páginas. Atención: este bodrio ha vendido 30 mil ejemplares (Nielsen dixit) así que, o los kikos son unos lectores voraces, o hay algo que se me escapa a mí de este prodigio, porque lo único que he sacado en claro yo es que todos los personajes, desde el policía enamorado y la jueza maruja hasta el poli cazurro dizque agnóstico y el asesino sidoso, pecador, resentido y —¡cómo no!— homosexual, todos, toditos, manejan una ideas católicas ultramontanas que ríete de Jorge de Burgos.

Sin embargo, el que busca, encuentra, aunque sea para pasar el rato.

La venganza contra Anthony Blair ha sido grandiosa. Robert Harris se despacha a gusto en esta novela contra el compinche de Bush (y, a veces, de Aznar), creando una historia que engancha desde el principio: un negro profesional es contratado por el ex primer ministro de Gran Bretaña para que termine su autobiografía, pues el negro anterior se ha suicidado (o lo han suicidado) en extrañas circunstancias. Subráyese que la novela en inglés se llama The ghost, pues ghostwriter es como se llama a los testaferros que en lo oculto día a día escriben los libros de tantos «narradores» que, igual en España que en el resto del mundo, se presentan como autores de cosas que no han escrito. Un sospechoso ejemplo de escritor prolífico lo tenemos en César Vidal, a quien las horas canónicas del año no le alcanzarían para escribir todo lo que publica cada año. Misterios de los tocados por la santidad, aunque yo fantaseo con que el locutor y teólogo protestante debe de tener un monasterio de 80 monjes (negros y santos) a su disposición en algún oculto rincón de Castilla, la vieja, que sin parar, ad maiorem Vidalis gloriam, escriben novelas, biografías y diatribas que luego producen pingües beneficios a la comunidad.

Así, pues, quede manifestado mi desacuerdo con ese término usado aquí en España, negro, racista como él solo. Llamémosle, entonces, a falta de vocablo español, ghostwriter, o tal vez escritor en la sombra, hasta que la academia de la lengua, ese dinosaurio necesario, encuentre la palabra adecuada.

Este escritor en la sombra comienza su trabajo con el ex primer ministro a cambio de 250 mil dólares, pero pronto se descubre envuelto en las trampas de su autobiografiado, de su entorno y de la política internacional, tribunal de La Haya incluido. Cualquier parecido con la política inglesa de los últimos diez años es pura causalidad fruto del enfado de Harris hacia las decisiones gubernamentales de su país en este siglo xxi asaz maléfico Aparte de esta anécdota de fácil enganche, son las reflexiones del ghost writer acerca de su trabajo y su relación con el supuesto autor lo que va hilvanando una reflexión sobre el acto de escribir para otros como una ontología del ser, una búsqueda de sí mismo en la experiencia del otro. Como el gángster, el escritor en la sombra no puede enamorarse de su cliente, ni de sus víctimas. El fallo está en establecer una relación personal, en querer expresar sus ideas, en sentir la compasión del que escribe. Qué gustazo, no fuña.

Al final, que no voy a contar porque yo no soy ningún spoiler, la sorpresa se multiplica con el recurso del último párrafo, que los lectores entregados agradecemos, porque nos deja con esa inercia del que quiere volver a leer. Aunque yo no hago caso a eso. Muchas horas de Internet, vida benedictina y videojuegos esperan por mí para estar releyendo libros.jcch.